viernes, 25 de octubre de 2013

La Seminchi de Léolo, por Luis Martínez

Nunca he conseguido pronunciar bien Seminci. Me sale Seminchi. Suena más veneciano, más lejano, mejor. Más cursi, quizá. Recuerdo que en 1992, el mismo año en el que me iniciaba en esto del periodismo (ya es mala pata), el festival más italiano que ha dado España premiaba una película irresistible con su Espiga de Oro: Léolo, de Jean-Claude Lauzon. Y desde entonces, me cuesta recordar nada sin Léolo. Pocas películas tan difíciles de despegar de la memoria. Da lo mismo lo que se recuerde, Léolo siempre está ahí. Y de su mano, claro está, la Seminchi.

En Léolo se escuchan frases como "Mi madre, que navegaba como un gran barco en el mar de la locura". En Léolo una voz te habla constantemente desde el fondo de la pantalla. Cuesta entenderla. No se sabe si es la del director, la del chaval que pelea por huir de lo que le rodea o la del destino que barrita, como los elefantes heridos, todo su malestar. Hasta que uno cae en la cuenta de que la voz no es de nadie y es de todos. También es mía.

En Léolo lo imaginado, lo soñado y la más mostrenca de las realidades se mezclan en un extraño y espeso humo donde es difícil distinguir lo cierto de lo engañoso, el drama de la comedia, el cine de lo otro. Léolo es la mejor introducción al cine que se pueda desear. Y con Léolo siempre me viene el recuerdo agradecido a la Seminchi. La Seminchi, Léolo, el cine, todo lo mismo.

En 1997, cinco años después, cuando lo del periodismo ya no tenía remedio (ya es mala pata), me enteré de la muerte en accidente aéreo de Lauzon. Léolo era su única película. Qué bello y qué injusto. Eso hizo que Léolo me doliera aún más. Y, justo en ese momento, por asociación de recuerdos, también me empezó a doler la 'Seminchi'. Y el cine. Sólo lo que duele importa.

Luis Martínez

jueves, 24 de octubre de 2013

Veinte años de emociones, de Andrés Arconada

Veinte años no es nada, como dice el bolero, pero parece que fue ayer cuando asistí por primera vez a la SEMINCI. En esta 58ª edición estoy por la labor de recordar lo que ha sido para mí una cita obligada y gozosa a este festival. Aún recuerdo, como si fuese ayer, aquella primera vez porque era una cita ansiada.
Por aquel entonces yo ya había asistido a otros festivales pero nunca a éste, hasta que llegó la invitación. La ilusión por ver de cerca un certamen donde se habían descubierto tantas buenas películas y directores, que luego se hicieron célebres, o sorpresas cinematográficas, que posteriormente tuvieron una gran repercusión en taquilla, hacía que aquella primera cita fuese especial. Y tanto que lo fue, porque además de todo eso me encontré con un festival dinámico y cercano donde había tiempo para hablar y comentar con los propios protagonistas la obra expuesta, discutir con tus colegas la jornada del día, y ver el esfuerzo y la ilusión de todos los que trabajaban para sacar adelante el certamen.

Desde entonces siempre y cada vez que se aproximan estas fechas se me produce en el estómago un hormigueo constante por saber con qué me voy a encontrar. Y lo mejor de todo es que sé que me iré sin ninguna decepción. A pesar de los tiempos que corren, y como dice su actual director mi querido Javier Angulo, Valladolid volverá a ser el reducto donde contemplar cine de autor, tanto de consagrados como de aquellos por descubrir. En un momento en el que las salas cierran y en las que quedan apenas se ve este tipo de cine, la SEMINCI es un lujo que los aficionados al cine no nos podemos perder. Así que estoy esperando llegar a la recepción del Hotel Olid Meliá porque al igual que hace veinte años empieza la aventura que sé que tendrá un final feliz, el del año que viene, con una nueva edición, la 59ª. Pero esa será otra historia.

Andrés Arconada

miércoles, 23 de octubre de 2013

Mahler en los Mantería, por Oskar L. Belategui

La Seminci son veinte años cruzando la Plaza Mayor después de salir de la última sesión de los Roxy a la rasca castellana. Veinte años de entrevistas en el Olid, con sus dorados setenteros, moqueta e hilo musical –el día que lo reformen nada será lo mismo– y veinte años de cafés con barra de mármol y ‘El Norte de Castilla’ de mano en mano. De acuerdo. Valladolid no tiene la Concha ni su alfombra roja causa alboroto. Pero después de la vorágine donostiarra, la Seminci permite trabajar de manera más humana y recuperar lo que se ha escapado de Cannes, Venecia o Berlín. El director es la estrella. La Seminci, digámoslo ya, siempre ha sido mi festival favorito.

Solo aquí he salido traspuesto después de ver el mismo día Una historia verdadera y El show de Truman. ¿Ken Loach? ¿Mike Leigh? ¿Takeshi Kitano? ¿los Dardenne? A todos los descubrí en Valladolid y profundicé en su filmografía gracias a libros modélicos editados por el festival, como aquella maravilla con las escenografías de Alexandre Trauner o el que este año se dedica a Paul Schrader. Solo aquí he tenido a Arthur Penn y a Paul Auster a mi disposición. Solo en el teatro Calderón Stanley Donen ha bailado claqué. Solo aquí he enlazado una tras otra las películas de Luchino Visconti y he recorrido el camino de los llorados Renoir Mantería al Felipe IV con el ‘Adagietto’ de Mahler todavía en mi cabeza. Larga vida a la Seminci.

Oskar L. Belategui 

Oskar L. Belategui es redactor de Cultura y crítico de cine del Diario EL CORREO.

martes, 22 de octubre de 2013

¡Ay la Seminci!, por Javier Tolentino

No hay festival de cine que esté mejor alojado en mi memoria y en mi corazón que La Semana de Cine de Pucela, aquí nació y fundamos El séptimo vicio en 1999 y en Valladolid nos hemos ido forjando y depurando en las vanguardias y en los cineastas que han ido dando un pasito importante en esto de formar al espectador en otros cines posibles. A la hora de recordar momentos importantes de nuestra biografía compartida es ineludible que debo recordar ese ciclo importante que Valladolid dedicaba a Abbas Kiarostami, que comenzaba con la proyección de El sabor de las cerezas y continuaba con una exposición de fotografía fascinante del maestro iraní. Si el cine iraní era objeto de debilidad de La Semana, no era menos el cine que venía de Canadá, con Atom Egoyam y su Exótica, El viaje de Felicia o El dulce porvenir, un cine de este cineasta canadiense de origen armenio y que Valladolid nos mostró el camino para amar su obra. Difícil ir seleccionando momentos y ahí, en los instantes, no podemos olvidarnos de varios: el protagonizado con Liv Ullman, la musa del cine de Bergman en casa que nos impresionaba su amor por el cine, su pasión por el cine y su debilidad por el mejor cine de la historia del séptimo arte... Por las calles de Valladolid nos encontramos Paul Auster, con Costa-Gavras y con Aki Kaurismako.... Imposible en un puñado de líneas construir lo muchísimo que nos ha proporcionado La Semana de Cine de Valladolid, tan sólo decir que ese sonido de las tazas del café, la niebla en los días de frío, la atmósfera del enorme respeto que el público entendido de la ciudad mantiene en las proyecciones y el ambiente periodístico y cinéfilo se alojó para siempre en nuestra memoria y en nuestra pequeña biografía. Gracias a este festival sabemos un poquito más de ese cine periférico y posible por el que siempre hemos apostado.

Javier Tolentino

lunes, 21 de octubre de 2013

Seminci, un festival de tamaño natural, por Conxita Casanovas

Valladolid huele a cine.

Después de muchos años de haber oído hablar de la Seminci con fervor casi religioso por parte de críticos que la frecuentaban y de tenerla mitificada, pude comprobar personalmente qué tenía este Festival que lo hacía querido y particular y sobre todo que lo había hecho perdurar en el tiempo. Eran otros tiempos y se iban incorporando novedades y nuevos elementos pero el certamen, contra viento y marea, mantenía su personalidad.

Siempre he pensado y digo que la Seminci se desmarca de otros festivales porque te permite hablar relajada y acompasadamente del cine que nos apasiona. A mí me ha dado la oportunidad de mantener conversaciones, sin cronómetro, que es lo que ahora se estila, con directores interesantísimos como Atom Egoyan o Costa-Gavras, o simpatizar con Paskaljevic, celebrando sus Espigas de Oro que el hombre nos mostraba orgulloso en el ascensor del hotel. Inolvidable fue la noche en que el  chileno Matías Bize se convirtió en el más joven ganador del certamen, un subidón increíble. Fue una noche vibrante, con todos aquellos novios que le salieron de repente y le hacían proposiciones. O cuando Gerardo Olivares se convirtió en el primer ganador español, en otra edición para la historia. 
Y llegar al aeropuerto y helarte a dos bajo cero, una temperatura que olvidabas en cuanto entrabas en contacto con la calidez de los vallisoletanos. Estoy pensando en Angélica, que espera mis puntuaciones para El Norte de Castilla. Para mí Valladolid es deshojar la margarita, el me gusta, no me gusta, a la salida del cine.

Y qué decir de los sofás del Olid, siempre tan bien ocupados, donde los grandes popes del cine debaten los temas más diversos. Entre mis recuerdos de Seminci, la ahora flamante finalista del Planeta Ángeles González Sinde saltándose el protocolo de Ministra de Cultura para sentarse a charlar con nosotros; las  sobremesas con el hoy presidente de la Academia de cine, Enrique González Macho en el "El caballo de Troya", donde nos contaba cómo se inició en el duro negocio del cine; conversaciones de madrugada con grandes actores y mejores personas, María Barranco por ejemplo, o la posibilidad de estrechar amistad con Mar Targarona o Luisa Matienzo, productores, con los que en casa sólo cruzas unas palabras porque las prisas no nos permiten detenernos demasiado.

Charlas con uno de los escritores más cinéfilos que conozco, Gustavo Martín Garzo, siempre un placer escucharle. Los clásicos de fútbol, Barça-Madrid, compartidos con la gente de cine más futbolera. Sin duda, grandes momentos que van unidos a un Festival al que Javier Angulo y su encantador y eficaz equipo han revolucionado en el mejor sentido de la palabra. Si algo puede resumir todo lo dicho y lo no dicho, es que la Seminci tiene carácter.

¡Ah! Y sé que este año andarán por ahí para apoyarnos los fantasmas de Beatrice Sartori y el amigo Galiardo, y Sancho Gracia, entre otros que nos han dejado y que nos acompañarán plácidamente. 

Conxita Casanovas



domingo, 20 de octubre de 2013

Cine de autor, por Gustavo Martín Garzo

“Cuando Andréi ya no estaba me quedé sin la persona con la que podía hablar de las cosas más importantes. La habitación se desvaneció”, declara Rashit Safiullin en una conmovedora entrevista realizada tras la muerte de Tarkovski. La habitación a la que se refiere el jefe de producción del director ruso es la habitación de Stalker, la película más perturbadora en la que trabajaron los dos.

Stalker describe el viaje de tres hombres a través de un lugar misterioso que llaman la Zona. Ese lugar se encuentra aislado del resto del mundo porque la mayoría de las personas que entran en él no regresan nunca. Los “stalker” son guías cuyo oficio es conducir a forasteros curiosos -en su mayoría, gente desesperada- por ese territorio maldito en busca de una habitación mítica donde se cumplen los deseos. La película de Tarkovski narra uno de esos viajes. Un viaje fracasado, ya que el escritor y el profesor a los que Stalker conduce renuncian finalmente a entrar en esa habitación, por el temor a lo que podrían descubrir de sí mismos. Pues ¿acaso conocemos nuestros verdaderos deseos?  El escritor inglés Geoff Dyer, en un reciente y bello libro, ve la Zona como una metáfora del cine, del cine como arte, como espacio de apertura, riesgo y compromiso con la verdad.

“Ya nadie cree, se lamenta Stalker en la última escena. Lo peor es que no sólo no creen en la Zona, nadie la necesita. (…) El lugar más maravilloso, la cosa más maravillosa y nadie la necesita. La gente no tiene necesidad de lo que más quiere, ha aprendido a pasar sin ello”. ¿Es cierto esto? ¿Hemos aprendido a vivir sin lo más necesario y querido? El mundo de lo audiovisual ha invadido nuestra vida, y el cine, tal como lo conocimos, está en trance de desaparecer. “Dentro de pocos años -dice Víctor Erice- es probable que el cine ocupe el mismo lugar en relación a lo audiovisual que el que ocupa la poesía en la literatura”. Frente a la banalidad de gran parte de la cultura actual, ¿es tan malo que esto suceda? Puede que no. Tendremos que abandonar el territorio de nuestras estériles certezas y aventurarnos en la Zona: buscar en las salas de los cines que sobrevivan esa habitación secreta donde aún se habla de las cosas que importan. El cine como refugio de significado, esperanza de lo que no ha desaparecido.
Gustavo Martín Garzo

viernes, 18 de octubre de 2013

Jacques Audiard: una mirada diferente

Jacques Audiard es para mí, sin duda, un caso aparte entre los grandes directores franceses actuales. Su cine es diferente porque su mirada es diferente. Una mirada nada complaciente, desesperanzada, con el mundo que nos rodea y con quienes lo ocupamos. Un cine austero, realista, rasposo, tendiendo a oscuro, pegado a la tierra, donde abundan los ambientes marginales, cuando no sórdidos. Un mundo de perdedores (son mayoría en nuestro mundo real) en el que sentimientos como el amor o la generosidad no se venden como recetas mágicas. Un cine que te remueve los sentidos y los sentimientos, que nunca te deja impasible. Un cine bien rodado, con pulso, con ritmo, con ambición y sin concesiones retóricas, basado siempre en una historia contudente.

Empezó siguiendo la carrera de su padre, el popular guionista francés Michel Audiard (Maigret, Babette se fue a la guerra). Escribió algunos guiones -básicamente thrillers- para otros directores como Claude Miller o Michel Blanc y siempre ha escrito el guión de sus películas. Trabajó también como ayudante de dirección y de montaje (La locataire, de Polanski) y luego como realizador desde los 20 años. Sin embargo, no fue consagrado a nivel internacional hasta que en 2009 estrenó Un profeta, con la que ganó la Palma de Oro en Cannes, una treinta de premios internacionales y fue candidato al Óscar a la mejor película de habla no inglesa. Tenía ya 57 años y llevaba 15 como realizador.

Su debut se produjo en 1994 con Regarde les hommes tomber, protagonizada por Jean Louis Trigtinan y Matthieu Kassovitz.  Logró el César al mejor director novel. Con Un héroe muy discreto (1996), también de la mano de Kassovitz, logró muy buenas críticas y premios, entre ellos el de mejor guión en Cannes y Espiga de Plata en la SEMINCI. Mantuvo el interés de la crítica en 2001 con Sur mes levres y Vincent Cassel, y alcanzó el reconocimiento generalizado en 2005 con De tanto latir mi corazón se ha parado, película que estuvo entre mis favoritas aquel año.

Aquella película rara, especial, valiente y llena de sentimientos, estaba protagonizada por Roman Duris, otro “actor fetiche”, como lo han sido Kassovitz, Vincent Cassel y lo va a ser, seguro, el belga Mattias Schonaerts, protagonista de De óxido y hueso, su última película, premiada en Cannes 2012 y ganadora del premio al mejor director y al mejor guión (ex equo con el guionista Bidegain, coautor también de El profeta).

Todos los actores citados, al que hay que añadir el que protagonizó El profeta, Tahar Rahim, no son ni muy guapos ni feos; son tipos con el atractivo que confiere personalidad, con presencia, con “temperatura”; actores de rostros angulosos, de rasgos marcados, que sirven perfectamente para dar vida a tipos canallas, “malotes”, perdedores, pero con sentimientos tan verdaderos como profundos y difíciles de mostrar.

Un tipo muy especial Audiard. Esperemos que siga haciendo películas que nos impacten y que nos hagan sentir que hay otra forma de ver este mundo y de contar las historias. En Valladolid podría darnos alguna de sus claves durante su estancia en la ciudad para recibir, como la estrella del cine europeo que es, la Espiga de Oro de Honor de SEMINCI.