Todavía perturbado por la muerte del amigo Bigas (¡qué callados se tenía
sus males!) tengo, a bote pronto, dos recuerdos: uno más lejano, que es
cuando de verdad le conocí, y otro más reciente, que fue su último
viaje a Valladolid para hacer de “padrino” de la 56 edición de la
Seminci.
Le empecé a conocer bien cuando, siendo yo director de
la revista Cinemanía, en abril de 2000, pasé un día entero en su
preciosa casa de piedra, El Virgili, en Tarragona, con el Mediterráneo
al fondo.
Aquella era casa-estudio-taller y lugar de encuentros
lúdico-artísticos. Allí (revolviendo en los altillos del salón-estudio y
con su perro “Pirata” que no dejaba de revolotear), descubrí el artista
completo que era Bigas: diseñador de muebles de éxito en los 60,
fotógrafo, pintor, grabadista, incansable creador de haikus y, claro,
realizador de cine y montador escénico (aún recuerdo el imponente
montaje de las Comedias Bárbaras, de Valle Inclán en una nave industrial
abandonada de Sagunto).
Pero a dos pasos de su casa había algo
que era su auténtico descubrimiento de madurez: su gran jardín
ecológico, diseñado por él, que mostraba con orgullo indisimulado. A los
lados había varios burros y pollinos, que vivían despreocupados,
seguros de haber encontrado el mejor “amo”.
Comimos con el
aceite de sus olivos, prensado por él, y bebimos de un más que notable
vino de sus viñas. En ese hábitat se sentía Bigas pegado a la tierra,
con el aroma del mar cerca. Él, que era tan moderno en la Cataluña de
los 70 y los 80, que abrió brecha con un cine diferente, con riesgos y
provocación. A él, que se fue a rodar a Los Ángeles cuando ningún
director español se atrevía (y rodó muy meritorias e inquietantes
películas, como Reborn y Anguish), lo que le iba es estar cerca
tocar-oler-trabajar la tierra.
Y esa pasión tambien la llevó al
cine con la trilogía que él mismo denominó “Ibérica” (Jamón, jamón,
Huevos de oro y La teta y la Luna), y que fue, acaso contraparte de su
carrera, la más terrenal, la más alejada del cine moderno, transgresor
que hizo con Tatuaje, Bilbao y Caniche en los años 70, y que tanto
gustaba a los cinéfilos más rigurosos.
Mañana fría de octubre de
2011. Es domingo. Bigas se tiene que ir a Barcelona. Antes me pide
pasear por los alrededores del Pisuerga, que ha visto desde el coche.
Paseamos hablando de proyectos. Cuando ve la Cúpula del Milenio dice:
“Vamos a trabajar para traer aquí un espectáculo de Cabaret (como el que
tenía montado en El Plata, en Zaragoza), que quiero pasear por toda
España. ¿Crees que nos dejarán hacerlo?”. Le mandé los planos y esperé.
La crisis impidió su “aventura vallisoletana”.
Adeu, amic Bigas. Sabes que t´estimu!
sábado, 6 de abril de 2013
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